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El Watergate del Periodismo (La Vanguardia 18/07/2011)

El Watergate británico no tiene como protagonista a un presidente o a un partido, sino a tres de las grandes instituciones del país: los políticos, la policía y la prensa. Sobre todo, la prensa. Porque así como los ciudadanos desconfiaban ya de la honestidad y eficacia de sus líderes y de sus fuerzas del orden, ahora han perdido casi por completo la fe en los periódicos: cuatro de cada cinco ciudadanos dicen que ya no se fían de lo que les cuenten.
El primer ministro David Cameron ha quedado muy tocado por el gravísimo error de juicio de contratar como jefe de comunicaciones de Downing Street a Andy Coulson, un hombre de Murdoch que había sido director del News of the World cuando empezó el escándalo de las escuchas; Scotland Yard ha quedado tocado porque muchos de sus agentes cobraban dinero a cambio de facilitar información a los periodistas, incluidas cuestiones de seguridad nacional como los movimientos de la reina; pero sobre todo la prensa ha quedado tocada, y además en el peor momento posible, cuando la circulación y la publicidad han caído notablemente, los jóvenes se pasan a medios electrónicos y la mayoría de las cabeceras registra pérdidas. Un auténtico desastre.
El volcán ha estallado ahora, pero todo empezó a fraguarse hace mucho tiempo, de hecho con la aparición de los primeros teléfonos móviles. "Eran analógicos –cuenta un veterano periodista que, como casi todo el mundo en este roñoso caso, prefiere mantenerse anónimo porque Murdoch sigue siendo un hombre poderoso–, y no había más que comprar un escáner por ochenta euros y sentarse en un banco delante del palacio de Buckingham para escuchar las conversaciones de la reina, del duque de Edimburgo, de Carlos y Diana, de Carlos y Camila... Para los tabloides fue como el descubrimiento de la rueda o de la electricidad, los elevó a una nueva dimensión".
Para entender el escándalo hay que situarse en una sociedad que sigue siendo enormemente clasista, donde ni el establishment político de Londres ni la aristocracia rural entienden en absoluto las aspiraciones de lo que llaman todavía con un cierto desprecio las lower classes, las clases bajas. Quienes sí las entienden perfectamente son los tabloides, que tienen en ellas su principal audiencia con un menú de chismorreo picante, chicas en topless y escándalos financieros y sexuales de políticos, deportistas y famosos, de gente que tiene más dinero que ellos, pero también se hunde en el fango.
En Francia, los políticos hacen la pelota a los intelectuales, y en Estados Unidos, al dinero. Pero en Gran Bretaña tanto conservadores como laboristas se han sentido obligados a cortejar a la prensa sensacionalista, porque actúa como un vaso comunicante entre el poder y los millones de votantes de las clases trabajadoras a los que no entienden en absoluto, y a los que sólo se sienten capaces de llegar a través de los tabloides, prometiendo dureza contra los delincuentes o restricciones a la inmigración.
Desde que compró primero el News of the World, en 1969, y más tarde The Sun, Murdoch canalizó esa necesidad de los políticos británicos y ofreció a sus cabeceras más cutres como intermediarios entre Downing Street y las masas de votantes más pobres, menos cultos y educados, los protagonistas de las películas de Ken Loach y Mike Leigh, la antítesis del prototipo aristocrático inglés de Retorno a Brideshead.
Impulsó a Margaret Thatcher a cambio de que le ayudara en la guerra contra los sindicatos de la prensa, a Blair a cambio de que se resistiera a la adopción del euro y le hiciera un hueco en el mercado televisivo a expensas de la BBC, y a Cameron a cambio de que diera luz verde a la adquisición del canal BSkyB, que tiene los derechos del fútbol, lo cual le habría proporcionado un virtual monopolio del sector sin tener en cuenta los intereses de los consumidores.
Murdoch tenía a Cameron totalmente en el bolsillo. No sólo le persuadió de que contratase a Coulson como su jefe de comunicaciones, sino que el premier fue invitado de honor en su yate, a sus fiestas de Navidad y a la boda de Rebekah Brooks (la consejera delegada de News Internacional que dimitió el viernes y fue detenida ayer), comportándose como un cortesano más en torno a un rey Sol de la política del Reino Unido que ni siquiera era británico.
Con la aparición de los móviles, los periodistas de los tabloides encontraron una nueva y poderosísima arma para enterarse de los trapos sucios de los famosos y –en especial el News of the World– la utilizaron sin ningún tipo de escrúpulos y con el consentimiento tácito del poder contra Hugh Grant, Jude Law, Sienna Miller, Wayne Rooney... También contra políticos, que no se atrevían a levantar la voz porque sabían que había dossiers sobre ellos con indiscreciones de todo tipo que era mejor que permanecieran ocultas.
"Trabajar en un tabloide –explica un redactor ya jubilado– es como trabajar en la CIA o el KGB, los directores y los subdirectores tienen teléfonos codificados porque saben que están pinchados por la competencia para enterarse de qué exclusivas van a dar al día siguiente, y robárselas, el nivel de paranoia es indescriptible".
Que los tabloides sobornasen a policías, hicieran chantaje a políticos y violaran impunemente la privacidad de los ciudadanos se consideraba normal, era parte del orden establecido. ¿Por qué, entonces, ha estallado ahora el escándalo? En parte, a que Murdoch había acumulado muchos enemigos. Pero sobre todo se trata de una victoria del periodismo de investigación por parte de The Guardian, que ha desafiado el intento de Scotland Yard y Downing Street de echar tierra sobre el tema de las escuchas y ha conseguido poco a poco fuentes aquí y allá.
No ha habido una única garganta profunda, pero sí un goteo constante de noticias que ha acabado socavando los cimientos. Poco a poco, a lo largo de los últimos años, The Guardian ha ido sacando historias sobre el pago de compensaciones a víctimas de las escuchas, hasta que finalmente dio con la mina de oro que hizo que todo se derrumbara como un castillo de naipes: el pinchazo del teléfono de Milly Dowler, la niña que fue secuestrada y asesinada en el 2002. El hecho de que los mensajes de su buzón de voz fueran borrados por un detective privado que trabajaba para el News of the World, y que su familia concibiera así falsas esperanzas de que estuviera viva, asqueó a la opinión pública y cambió de la noche a la mañana las reglas del juego.
El problema es que en este momento la gente no hace distinciones, y toda la profesión periodística ha quedado contaminada. La prensa de calidad ha destapado el Watergate británico, pero el protagonista de este Watergate es la propia prensa.

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